sábado, 27 de septiembre de 2008

Número 31: Las aventuras del Barón de Munchausen


Aún cuando ya he terminado con la (primera) serie de Libros y Filmes, no puedo evitar el recordar que la primera vez que tuve contacto con el portentoso Barón de Munchausen fue a través de la película Las aventuras del Barón Munchausen, acerca de la cual hasta hoy me doy cuenta que fue dirigida por Terry Gilliam (el de Doce Monos). El filme me gustó mucho. La primera vez que lo vi completo tenía 17 ó 18 años, ya antes había visto trozos, pero esta primera proyección completa fue determinante. No solamente es ésta una de mis películas favoritas, sino que la prefiero sobre el libro.

Pero, no puedo negar que el libro es muy importante. Para empezar, el Barón de Munchausen existió, era un noble alemán del siglo XVIII, y era famoso por sus historias de tipo fantástico. Tan famosas eran sus historias que fueron recopiladas por un escritor y científico, Rudolf Erich Raspe.

¿Por qué es importante este librito de aventuras inverosímiles? Pues, algunos plantean que las aventuras del Barón, sus invenciones digamos, sus mitomanías, son una reacción ante el extremo racionalismo del siglo de las luces, y un preludio para la explosión romántica por venir.

En una época que privilegiaba la razón, sacrificando la pasión, qué mejor que las disparatadas historias de un noble que desafiaba la lógica, más aún la sensatez, con sus charlatanerías, y obviamente sólo lo más ilusos le creerían, pero los otros, quienes necesitaban un respiro de tanta armonía, éstos no era que le creyeran sino que querían creerle.

El barón narra cosas completamente imposibles. Solamente es necesario recordar ese capítulo cuando un lobo comienza a perseguir el carruaje en el cual viaja nuestro noble protagonista, y de alguna manera (ya no recuerdo exactamente cómo), la fiera queda colocada entre nuestro héroe que lleva las riendas y su cabalgadura. El lobo, entonces, comienza a comerse al caballo poco a poco, primera las ancas, luego el tronco, finalmente la cabeza, y queda atrapado en las riendas. El barón, con su característico ingenio (que no genio) comienza a fustigar al salvaje depredador con su látigo, y el feroz animal, aterrorizado por el dolor, corre como nunca y lleva al Barón a su destino en un santiamén.

Nadie podría creerlo. Pero en aquella época de frialdad (que negaba el desborde de los sentimientos, la pérdida de control sobre uno mismo, el desenfreno), éstos relatos eran como una buena copa de vino para el alma.


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